miércoles, 8 de abril de 2009

SECRETOS DE UN CAJÓN

Cuando de guardar cosas sueltas e inútiles se trata, no hay nada ni nadie que supere a la mujer. Aunque nos duela en nuestro más intrínseco sentir, las mujeres somos así y, según mis exhaustivas investigaciones sobre la mitad del género humano, ninguna mujer que se jacte de serlo, se salva de esta ley natural. Las mujeres, por regla general, guardamos cosas de distinta índole por si alguna vez nos hacen falta, y cuando las necesitamos no las encontramos, o nos olvidamos dónde están guardadas, pero sabemos que están, y, con toda seguridad, aparecen en el momento más inesperado: cuando buscamos otra cosa totalmente distinta.
Esto que parece un trabalenguas es, nada más y nada menos, una demostración de mi esencia de mujer: un perfecto ejemplo que confirma la regla, y como ejemplo basta una muestra, y como muestra basta un botón.

Cuando me casé, mi madre me regaló su juego de dormitorio completo: la cama de dos plazas, dos mesas de luz y una cómoda. De todo este “set”, lo único que no uso ahora es la cama. Sin embargo las mesitas de luz y la cómoda están en plena vigencia. Un poco viejas y fuera de moda, pero siguen en pie sobre sus cuatro patas bien plantadas.
De estos tres muebles, voy a destacar el fiel servicio que me ha brindado durante treinta y dos años la cómoda, sin menospreciar a las mesas de luz que también tienen lo suyo.
La cómoda es de madera maciza. Un grueso vidrio la preserva de la tierra, del agua, de la colonia, o de alguna gota de perfume que pueda derramarse sobre ella, hechos sucedidos en más de una ocasión. Bajo el vidrio, y a modo de collage, fotografías de todos los tiempos son testigos del paso de los años: mi marido y yo atesorando la divina juventud, la inocencia en la pequeñez de mis hijos, el vigor en la adultez de mis padres, todos rostros sonrientes en las instantáneas de un momento feliz… De lo contrario, no habría fotos. Los momentos de tristeza o infelicidad no se fotografían. Quedan guardados en el alma.
Mi cómoda tiene cuatro grandes cajones, donde, salvo en el primero, guardo, con sumo esmero y prolijidad, mi ropa. Y digo “salvo en el primero”, porque a él especialmente quisiera referirme.
La costumbre y los años han hecho que este cajón tenga nombre propio: “El Cajón de Arriba de mi Cómoda” (no era tan difícil imaginar su apelativo). Todos los habitantes de casa saben que “El Cajón de Arriba de mi Cómoda” contiene los más variados y curiosos artículos de última necesidad y de poco interés cultural: cintas de distintos colores y tamaños, un chupete, fotos ajadas, cartas, anteojos en desuso, recuerdos de mis hijos, pequeños escritos y dibujos hechos por ellos, latas de galletas con aros, collares y pulseras de los más variados materiales y de las más variadas modas. También se puede encontrar enchufes, pilas viejas, tarjetas navideñas, lapiceras de sangre azul entrecortada, agendas de años anteriores, boletas, tijeras de un solo ojo, el otro vaya a saber dónde anda, y un sinnúmero de importantes pequeñeces que llenan el cajón en un impecable desorden. En definitiva, todo lo que está suelto y no tiene un lugar específico, va a parar a “El Cajón de Arriba de mi Cómoda”.


Este cajón tiene un atractivo especial para grandes y chicos. Recuerdo cuando la cómoda pertenecía a mi madre y el cajón de arriba tenía el mismo destino, yo esperaba cualquier descuido de ella para incursionar en él, revolviendo cuanta cosa hubiera allí guardada. Una vez en mi poder, el mismo cajón ha sido siempre un imán para mis hijos que esperan mis propios descuidos para inspeccionarlo en una meticulosa y prolija búsqueda de algún tesoro aún no descubierto.
Y digo que también es una atracción de grandes, porque en una oportunidad que fuimos visitados por personas de dudosa procedencia, “El Cajón de Arriba de mi Cómoda” fue vilmente violado y violentado, y su contenido, desparramado sobre mi cama, dejaba al descubierto sus más íntimos secretos.

Pero no es mi intención detenerme en el contenido de “El Cajón de Arriba de mi Cómoda”, sino hacer una breve reflexión sobre tan curiosa conducta femenil.
Si hiciéramos un análisis detenido de cada cosa guardada, nos encontraríamos ante un universo de secretos escondidos en cada una de ellas. Por alguna razón las hemos guardado; por alguna razón no las hemos tirado a la basura. Sería como desechar los retazos de aquellos pequeños momentos ya idos de nuestras vidas, como la luz de las estrellas que ya no existen. Esos recuerdos forman nuestra historia y nuestra historia está hecha con estos pequeños secretos guardados en nuestro “Cajón de Arriba de mi Corazón”.
¿Acaso tiraríamos a la basura el recuerdo de nuestro hijo con su chupete, o la cinta rosa que colocáramos por primera vez en la cabeza de nuestra hija, o el collar que usáramos en nuestra primera cita con nuestro ser amado? ¿Acaso desecharíamos los reiterados piropos, los “sos la mamá más linda”, los “te quiero hasta el cielo”, los “feliz día, mamá”? ¿Tiraríamos a la basura los primeros dibujos de nuestros hijos sobre la familia? ¿Acaso no forman parte de nuestra historia las pilas de una vieja radio que usáramos de recién casados, o la birome con la que escribiéramos en nuestras agendas a modo de diario íntimo? Y así puedo seguir infinitamente hasta desmenuzar en mi frágil memoria cada uno de los secretos guardados en “El Cajón de Arriba de mi Cómoda”, tejiendo una telaraña de recuerdos desordenados, tan desordenados como mi cajón.

La mujer guarda esas pequeñas cosas para que, llegado el invierno en su corazón, tenga a mano aquellos minúsculos tesoros, diminutos guardianes de íntimos secretos, que harán florecer una lluvia de estrellas fugaces iluminando los recuerdos perdidos. Y la primavera llegará a su corazón, y bailará y cantará en un torbellino de perlas, cintas y flores de papel.
Las mujeres, las descendientes de Eva, no sabemos despegarnos de las cosas inútiles. Enhorabuena!
Y… hablando de Eva, nuestro primer referente en el género humano, ¿en qué cajón de qué cómoda habrá guardado la hoja de parra que ocultara los más íntimos secretos de su feminidad?



Gloria Brandán

2 de abril de 2008

2 comentarios:

Mecha Novillo dijo...

¡Qué maravilla ese último párrafo, Gloria!: Cuando llega el invierno al corazón.
Dices tantas cosas lindas, divertidas, reales y emocionantes!
Y culminan en ese párrafo, que parece haberte sido dictado al oído por una musa, un ángel o un hada.
Algo más: sólo una mujer puede escribirlo y sólo una mujer puede comprenderlo.
Mis felicitaciones.
Mecha

Mecha Novillo dijo...

En realidad me refería al antepenúltimo párrafo.
Mecha