lunes, 26 de octubre de 2009

TRANSICIÓN

Hoy, 31 de diciembre, último día del año…
Mañana, 1 de enero, primer día del nuevo año…
Entre hoy y mañana…
Pequeño, pequeñísimo instante en el que la vida vuelve a comenzar.
Nuevas ilusiones, nuevos proyectos, grandes y renovados anhelos, grandes y renovados deseos…
Quizás…
Pequeño, pequeñísimo instante en el que el universo se detiene a la espera de un tiempo nuevo, distinto, mejor…
Quizás…
Pequeño instante, imperceptible momento, fugaz y eterno a la vez, en el que nuestra historia recorre una milésima de segundo y el futuro incierto se ahoga en un interminable signo de interrogación…

Tiempo de transición entre el antes y el después, entre el hoy viejo y el mañana por nacer…
Momento de transición que no pasará desapercibido…
Momento de hacer un exhaustivo balance…
Momento justo para proponerse objetivos…

Instante único e irrepetible para ser quien soy.

Gloria Brandán
Diciembre de 2008

PICHU

-Tu voz vibra en mi interior, me llega al alma.
-Gracias, Pichu, eres muy amable, pero no creo que sea para tanto.
-Sí lo es y así lo siento en lo más profundo de mi ser.
Un apretado abrazo selló el sincero y emotivo cumplido.
-¿Sabes cómo aprendí a reconocer el ritmo de la chacarera?
-No, Pichu, si quieres contarme…
-Un amigo de mi padre, Pampero, bombisto por convicción propia, palmeaba mi espalda con su mano marcando el ritmo: tum… tumtúm… tumtúm… y así lo entendí, mejor dicho, así lo sentí en mi cuerpo por primera vez. Claro que en ese entonces yo era muy chico, pero ahora que soy más grande y veo cómo mi padre y sus amigos disfrutan cuando cantan y bailan al ritmo de las guitarras, y percibo en mi interior el repiqueteo del bombo, me siento profundamente feliz y agradecido a Pampero que me enseñó los primeros pasos con la música de mi tierra.
-Pichu, ¡qué hermoso es lo que me cuentas!
Pichu me relató con tanta naturalidad y alegría sus primeras experiencias sonoras, que me invadió una indecible ternura.
Pichu cantaba, conocía todas las letras, tocaba el bombo golpeando los parches, tum… tumtúm… tumtúm… en perfecta armonía con las guitarras y los cantos.

-Quiero que cantes de nuevo, pero ahora aquí, a mi lado, así podré escucharte.
Los primeros acordes de una zamba brotaron de la guitarra. Las manos de Pichu tomaron los palos, sus brazos rodearon el bombo y, como si fuera un tierno niño, lo colocó sobre sus piernas. Un repiqueteo a tiempo con la guitarra y mi voz dio inicio a la zamba.

No recuerdo haber cantado con tanta emoción alguna vez. La mirada de Pichu sobre mis labios, leyendo cada palabra; el bombo junto a su pecho haciendo vibrar en su interior el sonido del monte y mi voz que le llegaba al alma…
Al terminar mi canción, Pichu se acercó a mi oído y me dijo con perfecta dicción:
-No sé si sabes que soy sordo.

Gloria Brandán
14 de julio de 2008.

EL BARRILETE ROJO

-Papá, quiero un barrilete…
-Hijo, sabes que no tengo dinero para comprarte uno… quizás más adelante…
-Pero… no quiero uno comprado, quiero que vos hagas un barrilete para mí.
-Hijo, no sé hacer barriletes. Mira, mejor vayamos al parque y allí veremos los barriletes que hay en el cielo. Seguramente lo pasaremos bien y nos divertiremos. Llevemos la pelota y jugaremos un rato, ¿quieres?
-No padre, quiero un barrilete mío, uno hecho por vos especialmente para mí.
El padre no puede calmar la ansiedad de su hijo ni tampoco cumplir con su anhelo de tener un barrilete.
-Papá, ¿por qué no intentamos hacerlo juntos? Yo he visto a mis amigos cuando los hacen y alguna idea tengo… Tenemos los materiales que hacen falta: papel de varios colores, dos palitos finitos, goma de pegar, hilo y… creo que nada más. Ya veremos cómo nos sale, ¿sí?
El padre finalmente accede al pedido de su hijo, aunque en su interior sabe que será inútil. Jamás había hecho un barrilete.
Juntaron los materiales necesarios y luego de desparramarlos en el suelo de la sala, padre e hijo comenzaron con la tarea.
Cortaron los papeles dándoles formas geométricas, ataron cuidadosamente los dos palitos en cruz, pegaron con cola el papel, le fijaron bien fuerte una cola larga con moños y nudos y lo asieron a un enorme carretel de hilo.
¿De qué color te gustaría el barrilete?
-¡Rojo, papá, rojo como el vestido de mamá!
El padre, sorprendido por la respuesta de su hijo, lo miró fijamente.
-¿Qué vestido de mamá?
-El que tenía puesto aquel día que fuimos al parque, ¿te acuerdas?

Era un día maravilloso. Juntos llenaron la canasta con todos los elementos que hacían falta para pasar una jornada en el parque. También una pelota para jugar con su pequeño hijo de tres años quien, aunque tambaleante aún por su corta edad, disfrutaba de esos juegos con su padre.
Felices partieron hacia el día que se auguraba también feliz. El niño tomado de la mano de su madre. La madre tomada del brazo de su marido quien sostenía con su mano libre la canasta repleta de golosinas, bebidas frescas, frutas sabrosas y la infaltable pelota.
-Hoy estás especialmente bella, querida. Este vestido rojo te sienta de maravillas. Realmente estás de verdad hermosa.
La mujer, acostumbrada a los elogios de su esposo, esbozó una sonrisa y una mirada de complicidad amorosa se cruzó entre ambos.
El día en el parque sucedió como lo esperaban. Luego de una breve caminata, se sentaron bajo un gran árbol cuya sombra los cobijaba de los rayos del sol del mediodía. El verano estaba llegando a su fin y los primeros colores otoñales ya se distinguían en las copas de algunos árboles. Una suave brisa levantó la falda roja mostrando las hermosas piernas de la joven mujer. Nuevamente la mirada y la leve sonrisa, cómplices del amor, se cruzaron entre los dos, pero el niño quería jugar, habría tiempo después para la intimidad amorosa.
El joven padre buscó la pelota, el niño corrió por el césped aún verde, la madre miraba la escena con detenimiento, sin perder detalle, sentada bajo la sombra del árbol... Desde lejos se distinguía exultante el rojo del vestido de la mujer.
Era un día perfecto.


-Papá, está lindo el barrilete rojo, pero… ¿volará?
-Espero que sí, hijo.
El padre, ensimismado en los recuerdos, construye el barrilete rojo como si alguna mano invisible guiara sus movimientos.
-Ya falta poco, hijo, creo que estamos terminando. Pronto sabremos si vuela alto.
-Sí, papá, quiero que vuele alto, alto, hasta…
Las palabras del hijo se cortaron. No hace falta seguir hablando, ambos comprenden lo que no se dijo.

Cansados de correr tras la pelota, padre e hijo volvieron hacia donde estaba ella. Allí estaba, dormida, con una sonrisa en sus labios y la mirada apagada. El vestido rojo le cubría el cuerpo estático.
Desde entonces, nunca más volvieron al parque… hasta hoy.

El barrilete rojo remontó vuelo. Voló alto, alto, hasta llegar a las manos de un ángel vestido de rojo, para no regresar.
Padre e hijo se miraron. En sus rostros se dibujó una sonrisa. Sus miradas cómplices fueron más elocuentes que mil palabras.
Lo que no se dijo, se cumplió.
Gloria Brandán.
Noviembre de 2008.

AL BAR "LOS CABEZONES"

Señor Director del diario El Liberal:

Desde Córdoba, al Bar “Los Cabezones”:
En Santiago del Estero, a menos de una cuadra de la plaza Libertad, se encuentra el tradicional bar llamado “Los Cabezones". Este bar, o boliche para los más allegados, es un punto de reunión de amigos, poetas, escritores, escultores, pintores y cuanto artista pase y quiera debatir o mostrar su arte. Allí se dan talleres de danzas folclóricas, conferencias, cine-debate, promocionados por la Secretaría de Cultura de la Nación, llamados “Café Cultura”… Lo que en sus inicios fuera una quimera, se convirtió en realidad. Una realidad que duró 25 culturales años. Una quimera soñada y hecha realidad por nuestros entrañables amigos Ari y Ramón Paz.
Al llegar a Santiago desde nuestra Córdoba natal, el boliche es un imán que nos atrapa. Cruzar su umbral es sentirnos en Santiago. Allí esperamos a nuestros amigos que llegan de a uno, lento, sin apuro, con su andar bien santiagueño no contaminado por las urgencias de las grandes ciudades: Mito Gramajo, Miguel Simón, Luis Corbalán, Juan de Dios Navarrete, el “Mono” Agüero… por nombrar algunos nomás. Durante el día, es un bar común, donde se reúnen los amigos para compartir el café del mediodía…Durante las noches de los viernes y sábados, se transforma en un ámbito en el cual puede suceder lo más inesperado... Este fin de semana anterior asistimos al cierre oficial del viernes, y a la despedida final, íntima, del sábado. Sí, así es. El Bar Los Cabezones se cerró definitivamente. No solamente cerró sus puertas; en este momento, ya está siendo demolido. En aras del progreso, allí será construida una galería techada con locales comerciales. Claro, el lugar es neurálgico: está a metros de la plaza Libertad, en el mismo micro centro de la pujante capital de Santiago del Estero. Una vez más la cultura, la expresión artística, la voz del pueblo, deben hacerse a un lado, retirarse, apartarse, dejando lugar a las luces que ciegan, a los ruidos que ensordecen.Por eso, con gran emoción, es nuestro deber de amigos y admiradores de las tradiciones santiagueñas, desde nuestra Córdoba natal, y como un merecido homenaje, hacer llegar por este medio, nuestro sentir colmado de emoción.
Nos queda el recuerdo, el grato recuerdo, de haber conocido, formado parte y de ser testigos de uno de los lugares más típicos y emblemáticos de la tradicional Santiago. Allí aprendimos cultura, arte, folclore; pero por sobre todas las cosas, aprendimos a cultivar el arte de la amistad, la reunión y la charla con un amigo, café de por medio.Ha sido un fin de semana distinto en Santiago del Estero. Nos queda en nuestros corazones, la imagen de los ojos de nuestros amigos mirando las paredes, los cuadros, las carbonillas en ellas estampadas, las vigas del techo, cada uno de los rincones, como queriendo llevarse en las retinas, un trozo del ya extrañado bar “Los Cabezones”.Se ha perdido para siempre un referente de la cultura, el arte, el libre pensamiento y la tradición. Se ha perdido para siempre un pequeño escenario dispuesto a recibir a grandes folcloristas de todos los tiempos, de ayer, de hoy y los del mañana… Se ha perdido para siempre el mismo escenario donde alguna vez compartimos los sonidos de guitarras, bombos y voces del sentir santiagueño.La emoción nos embarga; que no callen los ecos de aquellas guitarras, de aquellos bombos ni de aquellas voces; que sigan sonando dentro de nuestro pecho.
“Los Cabezones”: tu corazón sigue latiendo.

Manuel Molina (DNI 8.358.668)
Gloria Brandán de Molina (DNI 11.974.718)
Córdoba – 7 de Marzo de 2008.-

miércoles, 8 de abril de 2009

SECRETOS DE UN CAJÓN

Cuando de guardar cosas sueltas e inútiles se trata, no hay nada ni nadie que supere a la mujer. Aunque nos duela en nuestro más intrínseco sentir, las mujeres somos así y, según mis exhaustivas investigaciones sobre la mitad del género humano, ninguna mujer que se jacte de serlo, se salva de esta ley natural. Las mujeres, por regla general, guardamos cosas de distinta índole por si alguna vez nos hacen falta, y cuando las necesitamos no las encontramos, o nos olvidamos dónde están guardadas, pero sabemos que están, y, con toda seguridad, aparecen en el momento más inesperado: cuando buscamos otra cosa totalmente distinta.
Esto que parece un trabalenguas es, nada más y nada menos, una demostración de mi esencia de mujer: un perfecto ejemplo que confirma la regla, y como ejemplo basta una muestra, y como muestra basta un botón.

Cuando me casé, mi madre me regaló su juego de dormitorio completo: la cama de dos plazas, dos mesas de luz y una cómoda. De todo este “set”, lo único que no uso ahora es la cama. Sin embargo las mesitas de luz y la cómoda están en plena vigencia. Un poco viejas y fuera de moda, pero siguen en pie sobre sus cuatro patas bien plantadas.
De estos tres muebles, voy a destacar el fiel servicio que me ha brindado durante treinta y dos años la cómoda, sin menospreciar a las mesas de luz que también tienen lo suyo.
La cómoda es de madera maciza. Un grueso vidrio la preserva de la tierra, del agua, de la colonia, o de alguna gota de perfume que pueda derramarse sobre ella, hechos sucedidos en más de una ocasión. Bajo el vidrio, y a modo de collage, fotografías de todos los tiempos son testigos del paso de los años: mi marido y yo atesorando la divina juventud, la inocencia en la pequeñez de mis hijos, el vigor en la adultez de mis padres, todos rostros sonrientes en las instantáneas de un momento feliz… De lo contrario, no habría fotos. Los momentos de tristeza o infelicidad no se fotografían. Quedan guardados en el alma.
Mi cómoda tiene cuatro grandes cajones, donde, salvo en el primero, guardo, con sumo esmero y prolijidad, mi ropa. Y digo “salvo en el primero”, porque a él especialmente quisiera referirme.
La costumbre y los años han hecho que este cajón tenga nombre propio: “El Cajón de Arriba de mi Cómoda” (no era tan difícil imaginar su apelativo). Todos los habitantes de casa saben que “El Cajón de Arriba de mi Cómoda” contiene los más variados y curiosos artículos de última necesidad y de poco interés cultural: cintas de distintos colores y tamaños, un chupete, fotos ajadas, cartas, anteojos en desuso, recuerdos de mis hijos, pequeños escritos y dibujos hechos por ellos, latas de galletas con aros, collares y pulseras de los más variados materiales y de las más variadas modas. También se puede encontrar enchufes, pilas viejas, tarjetas navideñas, lapiceras de sangre azul entrecortada, agendas de años anteriores, boletas, tijeras de un solo ojo, el otro vaya a saber dónde anda, y un sinnúmero de importantes pequeñeces que llenan el cajón en un impecable desorden. En definitiva, todo lo que está suelto y no tiene un lugar específico, va a parar a “El Cajón de Arriba de mi Cómoda”.


Este cajón tiene un atractivo especial para grandes y chicos. Recuerdo cuando la cómoda pertenecía a mi madre y el cajón de arriba tenía el mismo destino, yo esperaba cualquier descuido de ella para incursionar en él, revolviendo cuanta cosa hubiera allí guardada. Una vez en mi poder, el mismo cajón ha sido siempre un imán para mis hijos que esperan mis propios descuidos para inspeccionarlo en una meticulosa y prolija búsqueda de algún tesoro aún no descubierto.
Y digo que también es una atracción de grandes, porque en una oportunidad que fuimos visitados por personas de dudosa procedencia, “El Cajón de Arriba de mi Cómoda” fue vilmente violado y violentado, y su contenido, desparramado sobre mi cama, dejaba al descubierto sus más íntimos secretos.

Pero no es mi intención detenerme en el contenido de “El Cajón de Arriba de mi Cómoda”, sino hacer una breve reflexión sobre tan curiosa conducta femenil.
Si hiciéramos un análisis detenido de cada cosa guardada, nos encontraríamos ante un universo de secretos escondidos en cada una de ellas. Por alguna razón las hemos guardado; por alguna razón no las hemos tirado a la basura. Sería como desechar los retazos de aquellos pequeños momentos ya idos de nuestras vidas, como la luz de las estrellas que ya no existen. Esos recuerdos forman nuestra historia y nuestra historia está hecha con estos pequeños secretos guardados en nuestro “Cajón de Arriba de mi Corazón”.
¿Acaso tiraríamos a la basura el recuerdo de nuestro hijo con su chupete, o la cinta rosa que colocáramos por primera vez en la cabeza de nuestra hija, o el collar que usáramos en nuestra primera cita con nuestro ser amado? ¿Acaso desecharíamos los reiterados piropos, los “sos la mamá más linda”, los “te quiero hasta el cielo”, los “feliz día, mamá”? ¿Tiraríamos a la basura los primeros dibujos de nuestros hijos sobre la familia? ¿Acaso no forman parte de nuestra historia las pilas de una vieja radio que usáramos de recién casados, o la birome con la que escribiéramos en nuestras agendas a modo de diario íntimo? Y así puedo seguir infinitamente hasta desmenuzar en mi frágil memoria cada uno de los secretos guardados en “El Cajón de Arriba de mi Cómoda”, tejiendo una telaraña de recuerdos desordenados, tan desordenados como mi cajón.

La mujer guarda esas pequeñas cosas para que, llegado el invierno en su corazón, tenga a mano aquellos minúsculos tesoros, diminutos guardianes de íntimos secretos, que harán florecer una lluvia de estrellas fugaces iluminando los recuerdos perdidos. Y la primavera llegará a su corazón, y bailará y cantará en un torbellino de perlas, cintas y flores de papel.
Las mujeres, las descendientes de Eva, no sabemos despegarnos de las cosas inútiles. Enhorabuena!
Y… hablando de Eva, nuestro primer referente en el género humano, ¿en qué cajón de qué cómoda habrá guardado la hoja de parra que ocultara los más íntimos secretos de su feminidad?



Gloria Brandán

2 de abril de 2008

LA SILLA VACÍA

Shhh… No digas nada, ven, acércate… Cierra la puerta y no temas, no hay nadie en la casa, si es eso lo que te preocupa… Arrímate… mira, ¿las reconoces? Son del bar de la esquina, ¿te acuerdas?... las pedí prestado al dueño, sí, la mesa y las dos sillas, las mismas que usábamos en nuestras largas charlas con un café de tres tragos… Como ves, está todo oscuro, no quiero que nada ni nadie nos distraiga. Siéntate frente a mí, quiero ver cómo se refleja la luz de la vela en tu rostro… destellos naranjas iluminan tus ojos brillantes, la sombra de tu nariz se dibuja en tu mejilla dorada… y tu boca… ah! tu boca, con esa mueca del lado izquierdo que sólo yo sé reconocer. Delante de ti, desnudo mi alma, trato de decir lo que nunca dije por cobardía quizás, o por temor al rechazo o al ridículo. Sí, ahora, aunque sea tarde, qué importa. Sabes, desde ese día, me enamoré de ti y te amé como nunca nadie te amó, ni nunca nadie te amará jamás. ¿Te sorprende? Claro, cómo no va a sorprenderte, si jamás te lo dije. Qué te ibas a imaginar que alguien como yo se fijara en alguien como tú… pero, ya ves cómo es la vida. ¡Qué lástima! Ya es demasiado tarde… Dirás… por qué no lo dije antes, por qué recién ahora. Shhh… Déjame hablar, quizás sea la única oportunidad que tenga para hacerlo, después… ¡quién sabe qué vendrá después! No, no te levantes, no te vayas, espera un momento más. Quiero disfrutar de este instante… quiero ver cómo se transfigura tu rostro asombrado, quiero ver tus manos aferradas a la taza de café… una cucharadita de azúcar, no? Tómalo antes de que se enfríe. Escucha… no comprendo tu actitud… por qué has decidido marcharte, si estábamos tan bien… justo ahora que comenzábamos a entendernos, a conocernos, a pesar de nuestras diferencias. Pero… si todos lo dicen, ha de ser verdad. Qué lástima que no acudiste a mí antes de tomar esa decisión, qué fue lo que ocurrió que no me enteré… No quiero que te vayas, no me dejes en esta habitación oscura, con tu silla vacía y tu café sin beber… La vela se está consumiendo en esta larga espera… sus últimos estertores dibujan sombras alocadas sobre las paredes del cuarto… no me dejes sin explicaciones… no te escucho… acaso no estás aquí? Yo pensé… no sé qué pensé… la silla todavía está vacía junto al café con una cucharadita de azúcar, todavía no has venido, no me dejes sin respuestas… Todo está oscuro, el pabilo está quemado y no hay más destellos, no veo tu rostro ni tus manos, acaso no estás aquí… acaso no has venido y he quedado entre las tinieblas y la incertidumbre de la espera… No abrirás la puerta ni te sentarás en la silla que preparé para ti… no podré decirte que te amo, ni que te espero… ni podré mirar tus ojos con ese brillo incandescente… La silla ha quedado vacía… el café ya no humea y la oscuridad me invade…


Gloria Brandán
Marzo de 2009.

CARTA DE UNA MUJER A OTRA

Perdona, hermana mía, si te digo que mujer has nacido como yo y como todas las mujeres del mundo. Y eso no es malo, al contrario: es lo mejor que te podría haber sucedido.
No importa el lugar, las costumbres, la época y la sociedad que le tocó vivir, la mujer es mujer aunque alguna se empeñe en repudiar su condición. Somos muchas, y me animaría a decir la amplia mayoría, las que no vamos por la vida protestando ni levantando banderas en contra del sexo opuesto. Pero ¿dónde se ha visto semejante estupidez? Las mujeres de hoy, de ayer y de todos los tiempos coincidimos en nuestra forma de pensar con respecto a los hombres. No hay duda de que todas, absolutamente todas, hemos sido hechas con el mismo molde: la famosa costilla de Adán.
Pero, ¡qué equivocadas estamos! ¿Cómo pretendemos vivir solas y autoabastecernos sin tener un hombre al lado a quien reprochar, controlar y dirigir, dar de comer, lavarle la ropa, hacerle un cariño (y algo más, por qué no), coserle los botones de las camisas, mandarlo a que se bañe, al peluquero, pedirle que se afeite, que vaya a trabajar y que no vuelva tarde, que nos lleve al cine, al teatro, a cenar…? Qué mejor ejemplo que nuestra primera antecesora: ¿No fue la primera mujer quien le dio una manzana en la boca a su hombre? ¿Acaso no fue el primer hombre quien se dejó poner la manzana en la boca y aprovechó la ocasión para dar un mordisco y quién sabe qué otra cosa más?
Controlar todos y cada unos de sus actos y movimientos sin que se dé cuenta, y por sobre todas las cosas, que satisfaga sus caprichos, es lo que a la mujer la hace mujer. Y no quiero entrar en más detalles como la maternidad, la crianza de los hijos, frutos del amor entre hombre y mujer, la posibilidad de hacer más de una cosa al mismo tiempo, escuchar varias conversaciones, elegir el perfume predilecto, el de ella… y el de él. Amar a un hombre y sentirse amada, ¿no es lo que más le gusta a la mujer?

Perdona, hermana mía, si te digo que es hora de que nos pongamos de una vez por todas… la pollera, nos ajustemos bien el cinturón a la cintura, mostremos nuestras piernas, no importa cómo sean, nos bajemos los escotes e insinuemos lo poco o mucho que la Madre Natura nos ha regalado, nos maquillemos los ojos y los labios de rojo carmesí, escondamos nuestras canas y, con dos gotitas de perfume, sigamos seduciendo al hombre que tenemos a nuestro lado.
¡No perdamos tiempo! Hagámoslo antes de que el hombre que tenemos a nuestro lado se nos escape por la ventana de nuestra aburrida vida de mujeres feministas.
Gloria Brandán
16 de abril de 2008