jueves, 10 de abril de 2008

AMOR SILVESTRE

AMOR SILVESTRE

Te vi. Te percibí. Desde lejos, entre las gentes, te vi, te percibí y te elegí en el mismo instante en que tú me viste, me percibiste y me elegiste. Feliz instante, soplido matinal inadvertido, fugaz e imperceptible; efímero instante que lacró nuestras vidas con sello indeleble y perenne.
Amor mío: hoy estoy a tu lado y tú al lado mío, en la eternidad.

Sentada frente a la lápida, leía una y otra vez el epitafio. Una oleada de ternura invadió su interior al recorrer con la mirada las letras estampadas en el frío mármol. Unas pocas palabras que sintetizaban toda una vida de amor, plasmada más allá de la muerte.
-¡Ay! ¡Quién tuviera semejante dicha! ¡Felices las almas que descansan en tal amoroso abrazo!
En tales cavilaciones estaba, cuando una voz la despertó de su abstracción:
-Disculpe… ¿Usted los conocía?
-No, no. Yo…- dijo nerviosa, al tiempo que se incorporaba con dificultad y secaba una lágrima con el dorso de su mano temblorosa. -Simplemente me llamó la atención lo simple y lo bello…
-Tan simple y tan bello como la simpleza y la belleza de un amor verdadero, interrumpió el hombre.
-Entonces… Usted los conocía-, infirió la mujer, un tanto curiosa.
-No, no sé quiénes son. Ni siquiera las tumbas tienen nombre. Vengo aquí casi a diario para contemplar el amor. ¿Ve estas flores que nacen cerca de esta tumba? Ni el frío cruel, ni el agobiante calor las marchita. La enredadera de la otra tumba tampoco sufre las inclemencias del tiempo.
La mujer observaba cuanto el hombre iba describiendo: las flores silvestres, la blanca lápida con su inscripción en letras doradas que abarcaba las dos tumbas de níveo mármol, la enredadera que extendía sus sinuosos brazos sobre ellas a modo de verde manto.
-La enredadera protege las flores; mire, fíjese bien, -dijo el hombre inclinándose hacia las tumbas. -Si usted pretende tocarlas, la enredadera las envuelve con un movimiento casi imperceptible.
Mientras esto decía, el hombre rozó con su mano una pequeña flor. Una rama de la enredadera se movió suavemente tapándola con sus hojas en un tenue abrazo.
-¿Ve? Como le dije. Así debe haber sido aquel feliz instante en que se conocieron: efímero, imperceptible, fugaz, pero al mismo tiempo perenne, como estas hierbas que crecen a su alrededor.
No sentía tristeza ni melancolía, ni siquiera aflicción ni congoja. Sólo paz y serenidad.

Gloria Brandán
9 de abril de 2008