martes, 18 de septiembre de 2007

ZAMBA

“Una música en la noche/ y en el aire una esperanza. La "Zamba" juega su juego/ ronda de amor sin palabras”.
(Andrés Chazarreta)

La zamba es una danza que deriva de la zamacueca, baile popular del Perú. Se bailó en el siglo pasado en todas las provincias argentinas y actualmente aún se conserva alguna vigencia en las occidentales y norteñas. Es, junto con la chacarera, el género más difundido de música autóctona. Carece de una coreografía predeterminada, dejando a los bailarines crear su propia interpretación mediante un juego mímico altamente significativo; los pañuelos que lucen los bailarines, actúan como transmisores mudos pero elocuentes del sentir de los intérpretes, destacándose la intención del varón en el propósito de conquistar a la dama. La zamba consta de dos partes: en la primera, el hombre trata de conquistar a la mujer pero ésta se muestra esquiva; en la segunda, la mujer acepta los galanteos de su compañero.

En el año 1988, mi marido y yo, junto a un grupo de amigos, fuimos invitados al recital de unos folcloristas santiagueños no muy conocidos por estos lares, quienes presentaban el lanzamiento de un nuevo trabajo discográfico en el auditorio de Radio Nacional de la ciudad de Córdoba. Fue grande nuestra sorpresa al encontrar la sala llena, ya que nuestra música y danzas nacionales estaban en decadencia y no gozaban de mucha popularidad.
Luego de acomodarnos en nuestros asientos, comenzó el espectáculo. Tras un juego de luces, aparecieron en el escenario los protagonistas: Peteco Carabajal, poeta y cantor de Santiago del Estero, junto a Jacinto Piedra, también santiagueño, quien hacía sus primeros pasos en el folclore, ya que su pasión era el rock, y digo era, porque al poco tiempo, Jacinto falleció en un accidente automovilístico, dejando para la posteridad hermosas composiciones y un recuerdo imborrable por su aporte al folclore nacional.
Poco a poco se fue creando el clima de fiesta. Los aplausos al ritmo de chacareras, gatos, escondidos y zambas, resonaban en la sala haciendo vibrar los corazones y las gargantas. Los artistas desarrollaron un espectáculo inolvidable; la puesta en escena nos transportaba a los patios de Santiago, donde aún hoy las familias se reúnen para cantar y bailar junto a amigos que no necesitan invitación para compartir un vaso de vino o unas tortillas al rescoldo con mate bien cebado.
Luego de una imparable serie de chacareras, el escenario se oscureció. Los aplausos se acallaron y el público quedó en silencio.

El llanto de un violín llena la sala acompañado por los suaves acordes de una guitarra. A lo lejos, un repique de bombo marca el ritmo de un corazón enamorado. La luna llena asoma en el monte santiagueño iluminando el centro del escenario donde, acurrucada cual paloma anidando, una bailarina vestida de blanco espera. Desde otro extremo, el hombre se acerca lento y con paso firme hacia la mujer. Con suavidad le toma una mano, al tiempo que la etérea figura se contornea en su frágil blancura. Desde un rincón anónimo, la lejana voz del cantor interpreta una zamba: “Mientras bailas”. La bailarina, con movimientos suaves, avanza y retrocede; mira con timidez al hombre, esconde el rostro tras el pañuelo, baja la mirada. Sus pies descalzos parecen no tocar el suelo. El hombre, con arrestos y pasadas, va conquistando el amor de la joven. Los pañuelos, extensiones de sus manos, se despliegan en un diálogo mudo, uniéndose y enredándose, para luego volver a separarse en un juego amoroso.
Juan y María bailan su danza enamorada. La bailarina consiente la declaración de amor con un revoloteo del pañuelo. Terminando el baile, se funden en un abrazo final con los pañuelos entrelazados en sus manos.

Este espectáculo artístico quedó grabado en mi memoria por su hermosura, ternura y simpleza: la hermosura de una danza de amor, la ternura del abrazo final y la simpleza de las cosas simples.

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