martes, 18 de septiembre de 2007

DEUDA SALDADA

I
GOTAS SALADAS

Éramos dos extraños. Jamás nos hubiéramos conocido de no haber sido por aquel extraordinario suceso.
Recuerdo aquel día. Yo me aprestaba a salir como todas las mañanas, cuando sonó el teléfono. Levanté el tubo y, antes de decir “hola”, una voz desconocida preguntó por mi padre. Sin dar ningún dato, pregunté quién llamaba. La voz me dijo que era un pariente lejano que quería contactarse con él, a lo que yo contesté que mi padre había fallecido hacía ya más de diez años y que si quería hablar conmigo, yo estaba a su entera disposición. Luego de unas palabras de cortesía, y prometiendo volver a llamarme, cortó. Quedé muy sorprendido por el llamado. Una serie de circunstancias me hacían dudar: mi padre, hasta el momento de su muerte, no había vivido jamás en esta casa, y además nunca supo de mi existencia. ¿Cómo pudo esa persona saber el número de mi teléfono, y además preguntar por mi padre? Estas dudas ocuparon mi mente todo el día y, llegada la noche, en la soledad de mi habitación, las preguntas se acumulaban en espera de alguna respuesta. Antiguos reproches contra mi padre que yo creía olvidados, vinieron de nuevo a mis recuerdos.
Pasaron varios días y al no recibir otro llamado, fui olvidando el extraño suceso. Hasta llegué a pensar que había sido un error, una comunicación equivocada.

Una mañana, caminando rumbo a mi trabajo, reparé en un hombre que iba adelante de mí. Me llamó la atención su vestimenta: sombrero de copa, capa negra y bastón. “¡Qué extraño!, pensé, ya no hay gente que se vista de esta manera”. Al llegar a una esquina, el hombre se detuvo bruscamente y tomándome del brazo, me dijo:
-Disculpe usted, ¿me hace el favor de subir al coche?
No atiné a preguntar nada; la sorpresa anuló mi poder de reacción. Subí a un antiguo auto negro; el hombre lo hizo tras de mí, con el coche casi en movimiento. Cruzamos la ciudad y nos adentramos en un barrio al que nunca había visto, ni sabía de su existencia. Las calles eran estrechas y con empedrado, las farolas en las esquinas todavía estaban encendidas; las veredas eran muy angostas y todas las casas tenían las ventanas y puertas cerradas. Aunque era de día, nadie circulaba por las calles. Era algo así como un pueblo fantasma, de esos que se ven en las películas del oeste. Al tiempo de andar, el hombre se quitó el sombrero y pude ver su rostro, recio y sensible a la vez, y con una pequeña sonrisa en sus labios, me dijo:
-No tenga miedo, Francisco, nada va a sucederle. Simplemente soy un mensajero. Después de decir esto, el hombre volvió a quedar en silencio. Me quedé sorprendido, no solamente por sus palabras, sino porque me llamó por mi nombre.
Anduvimos cerca de media hora por calles y callejones desconocidos. A dónde fui, no lo sé, ni lo sabré jamás. Por fin el coche se detuvo. La puerta se abrió y el hombre me hizo una seña para que descendiera. Me encontré frente a una casona del siglo pasado rodeada de un inmenso parque descuidado. Al frente había una fuente con una estatua de donde manaba agua cristalina. Al pasar junto a ella, unas gotas saladas salpicaron mis labios. Pensé que estaríamos cerca del mar.
Junto al silencioso hombre de capa y sombrero, subí las grandes escaleras que terminaban frente a una enorme puerta de madera la cual se abrió apenas llegamos. Entramos a un gran salón estilo victoriano totalmente vacío. En el otro extremo, un enorme hogar con leños abrazados por lenguas de fuego, daba un marco de infernal pesadilla; sobre la estufa, iluminado por los destellos naranjas de las llamas ardientes, un gran cuadro colgaba de la pared. Quedé petrificado. Era el retrato de mi madre. A un costado, el único mueble del salón, nos daba la espalda. Con una seña, el hombre de capa y sombrero me indicó que me acercara al sillón y, con paso vacilante, caminé hipnotizado sin quitar la vista del cuadro.

II
SALMUERA

Isabel era una joven pueblerina del interior de la provincia. Había conocido a Esteban en uno de los viajes que el joven hacía al interior, representando la empresa de su padre. El destino hizo que se enamoraran perdidamente lo que provocó más de un furtivo encuentro amoroso. En medio de esos momentos de prometida felicidad perenne, Isabel quedó embarazada. Ambos eran muy jóvenes, apenas dieciséis años ella, y veintiuno él. Pero eso no era un impedimento para casarse. Sí lo era el compromiso de Esteban de contraer matrimonio con una muchacha de la ciudad, lo cual Isabel ignoraba totalmente.
Paulatinamente, el joven fue espaciando sus viajes y los encuentros con Isabel, quien al verse abandonada, sintió una gran desazón que con el tiempo fue transformándose en un profundo resentimiento cada vez más fuerte. Sentirse engañada y utilizada, la hundía cada vez más en su amargura, mas ella se cobijó dentro de su vientre junto al hijo que llevaba en él. La salmuera de sus lágrimas corría por sus mejillas y su vientre redondeado, dejando surcos. Atrás quedaron las dulces caricias y los encuentros amorosos, pero más atrás aún, las promesas de su enamorado.
Esteban volvió a la ciudad y no regresó jamás a aquel pueblo donde estaban sus dos amores: Isabel y su hijo, a quien nunca conoció. Contrajo matrimonio con la joven, hija de unos acaudalados empresarios, con quienes su padre había hecho un compromiso por conveniencia. La juventud del muchacho le impidió revelarse contra la autoridad paterna, ni dar a conocer su amor abandonado en aquel pueblo del interior.

III
MANANTIAL

-Disculpa que no te ofrezca asiento, Francisco. No quedan más muebles en esta vieja casa-, la voz desde el sillón me hizo regresar de la paralizante hipnosis.
–Acércate, quiero verte-, dijo pausadamente.
Di la vuelta al sillón y me detuve mudo y expectante frente a él. Las llamas de la estufa iluminaban el rostro viejo y arrugado de mi padre. Dos profundos surcos descendían desde sus apagados ojos hasta más allá del cuello de su camisa.
-No entiendo… ¿Qué haces acá? ¿No habías muerto?-, dije con voz temblorosa.
-Hay muchas cosas que no vas a entender. Solamente estoy aquí para saldar una deuda; después de que escuches lo que debo decirte, podrás marcharte.
El hombre de capa y sombrero había desaparecido. Yo estaba solo delante de mi padre, a quien creía muerto hacía diez años.
Siguiendo el hilo de mis pensamientos, continuó diciendo con voz apenas audible:
-Sí… hace diez años, es cierto.
-Pero…-, intenté decir unas palabras, mas el viejo me interrumpió.
-Por favor, no digas nada, sólo escucha, no tengo demasiado tiempo-. Su voz se iba debilitando cada vez más. –Toda tu vida creciste convencido de que yo no sabía de tu existencia. Tu pobre madre, a quien amé hasta la locura, así lo decidió y yo respeté su voluntad. Es verdad, me lo merecía ya que la abandoné cuando más me necesitaba, justo un tiempo antes de que tú nacieras. Habrás visto alguna fotografía mía cuando, luego de su muerte, resolviste vender la casa del pueblo.
El anciano hizo una pausa. El silencio volvió a inundar la habitación, interrumpido solamente por el crepitar de las ardientes llamas.
-Esta es la primera vez que tú me ves-, continuó mi padre, -y la última. Quiero que sepas que mi amor por Isabel, tu madre, es eterno e infinito como lo es nuestro amor por ti. La fuente que está en la entrada de la mansión mana las lágrimas derramadas durante toda nuestra vida. El amor, hijo mío, no termina con la muerte; ahora nuestras almas están juntas. Bien vale cualquier sacrificio para obtener tu perdón… Te traigo las más dulces caricias de tu madre que te ama más allá de todo…

Sin terminar la frase, su figura se diluyó. Los leños se apagaron. La oscuridad y el silencio eran completos. Sus últimas palabras quedaron resonando en mis oídos como un eco interminable. Aturdido, salí corriendo de aquel lugar, tratando de huir de lo que parecía ser una pesadilla. A medida que me iba alejando, todo se disipaba en la nada: el salón, el retrato, las escaleras, la casona.
Como única testigo de lo sucedido, en medio de la nada, estaba la fuente, en cuyo centro se erguía la estatua. Me acerqué y reconocí en ella el rostro de mi madre. El cincel de la sal había marcado en las mejillas de piedra, dos profundos surcos que se extendían hasta su vientre plano, por donde se deslizaban, sin pausa, transparentes hilos de lágrimas, desde los ojos hasta la fuente.
Me tendí a sus pies y lloré. Las lágrimas de mis padres, junto con las mías, fue trocándose en manantial de fresca agua dulce, en el cual sacié mi sed de consuelo. Entonces comprendí el sacrificio de ambos: el alma de mi madre viviría por siempre dentro de la blanca y fría piedra, mientras mi padre recogería eternamente las lágrimas derramadas de su amada.
Lloré la muerte de mi madre y su sacrificio después de la muerte; lloré la muerte de mi padre a quien, finalmente, conocí después de su muerte; lloré su sacrificio.
Y lloré mi perdón.

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